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El olor de las rosas

19 Abril - 2021
"Do remember they can't cancel the spring" / David Hockney
"Do remember they can't cancel the spring" / David Hockney

Mathilde Brodu
Responsable del Programa Cultura

 

Según la leyenda, Sant Jordi mató al dragón y de las gotas de sangre del monstruo herido brotaron rosas de un rojo carnívoro. Estas flores, llenas de espinas, peligrosas, encarnación del cuerpo caído de la bestia, simbolizan el amor puro y sincero del bello héroe, que conquista el territorio más inaccesible de todos por definición: el corazón de la bella amada.

La leyenda dice que todo esto tan melodramático y fundacional sucedió un 23 de abril. Pero, fijaos, el 23 de abril celebramos también un par de aniversarios útiles, seguramente inventados: el nacimiento de Shakespeare y el de Cervantes. Dos héroes dispuestos a recoger flores y a todo aquello que se tercie para conquistar a bellas damas, lectores, exegetas, editores, traductores y empresas de todo el mundo mientras reviven sus obras y viven de ellas. 

Dos figuras literarias, pues, controvertidas y universales. Y ya está hecho: Sant Jordi será de libros y de rosas. No hay nada más romántico, estimulante, divertido y festivo que el día de Sant Jordi. En Barcelona, especialmente. Para una persona que viene de fuera, una "extranjera", la situación es compleja. ¿Qué es más importante? ¿Quién debe regalarte una rosa? ¿Qué libro hay que escoger? ¿Hay que regalar libros a todos tus conocidos? ¿Y si el que te regala una rosa no recibe a cambio un libro? ¿Aparecerá el dragón del amor imposible por los rincones de la ciudad? 

Cuando se acaba el día de fiesta, lo más esperado, evidentemente, es el libro más vendido. No soñemos con que podría llegar a ser la edición completa de las obras de Shakespeare o las novelas de Cervantes. La operación es otra: el objeto editado es lo que cuenta, los libros escogidos previamente por el sistema comercial, pero no los grandes textos. Sin embargo, cada año se presentan ediciones históricas. Este año, Guerra y paz, traducido por Joaquín Fernández-Valdés; Crim i càstig, traducido al catalán por Miquel Cabal; Infierno, con traducción y edición del primer cante de la Divina Comedia a cargo de Raffaele Pinto... y estos solo son algunos ejemplos de monumentos de la literatura universal. 

El deseo por el objeto material

Las circunstancias actuales, la privación de libertad derivada de las medidas drásticas de movilidad y los varios obstáculos a la vida social me hacen pensar que, a pesar de todo, los libros no han muerto. No nos hemos acostumbrado del todo a substituirlos por la versión eBook, tal como los futurólogos prometían. 

Nos hemos abonado a todas las plataformas proveedoras de cine o de series, nos hemos reunido miles de veces a través de pantalla, somos capaces, incluso, de discutir, reír, crear, pensar, opinar e inventar en el diálogo fragmentado, sin calor, de las clases y reuniones virtuales donde las únicas paredes son las de nuestro hogar. El trozo de casa donde se ve la cama desecha, la ropa sucia o los juguetes de las criaturas. Pero la tecnología no nos ha distraído del deseo de la materialidad, de la experiencia directa. 

No se lee del mismo modo si no tocamos ni olemos el libro acabado de comprar. ¿Y las obras de arte, las fotografías? ¿Qué sucede cuando nos plantamos ante ellas o caminamos de lado para apreciar ese detalle de tela o de la textura de un cuadro, esperando que la pareja de jubilados o el grupo de estudiantes haya terminado de tomar nota? La aplicación nos aporta información esencial, la tenemos siempre a nuestra disposición. En caso de urgencia en el discurso, compartimos, descargamos, editamos cualquier imagen. Qué más da si es un Rembrandt o la foto del perro. Pero los efectos instructivos, incluso educativos, son bastante estériles. Muy limitados. 

Un nuevo (y críptico) mundo del arte

Qué podemos decir de una obra que no existe en el mundo físico, como es el caso de "Morons", el dibujo de Banksy quemado tras su digitalización. La profesora Luz Parrondo citaba hace unos días este ejemplo como triunfo de las tecnologías cuando se ponen al servicio del arte y de la cultura en general. Esta obra se quemó en un espectáculo en directo, pero su existencia ha quedado preservada en el mundo distópico de la red blockchain. ¡Para los aficionados, todo esto es un mecanismo críptico! Aquello que unos celebran como la fórmula de futuro que garantiza la trazabilidad y la veracidad de las obras, es justo lo que inquieta a otros. Esta obra guardada en las arcadias del universo digital existe para siempre y es inalterable. Pero ¿todavía es una obra de arte si no está sometida al paso del tiempo? 

Podemos preguntarnos, pues, ¿cuáles son los conceptos esenciales, necesarios, podríamos decir, el elemento intrínseco de las obras de arte (o de las manifestaciones artísticas, ya sean pintura, música, literatura, fotografía o arquitectura)?

Últimamente son numerosos los ejemplos en los que la inteligencia artificial (IA) ocupa el primer plano: algoritmos que nos proponen canciones, lecturas, lugares donde ir a comer o amigos que todavía no conocemos, pero con quienes compartimos intereses. ¿Cómo podemos considerar, pues, que a menudo son precisamente las cosas incompatibles las que nos hacen más ricos, más humanos y, quizás, incluso más inteligentes? ¿La IA podría incluir parámetros como datos paradójicos, contradicciones y discrepancias o establecer conexiones originales? ¿Y si ese, en el fondo, fuese el objetivo, la misión primera del artista? ¿Cómo podemos entender sino al genio, a la visión original de los artistas que crean otros mundos con los que nos abren los ojos?

El sistema blockchain, destinado a protegernos contra el olvido y la destrucción, ¿podrá contar entre sus objetos seguros las metáforas que construyen nuestra relación con el mundo? ¿Será posible, simplemente, mirar la obra digitalizada sin reaccionar, sin intentar usar el lenguaje y sin que en estos gestos se forme y constituya la obra propiamente? O, dicho de otro modo: ¿hay alguna posibilidad de creación sin talento humano, esclavo al paso del tiempo, como también lo es la experiencia del observador?

La cultura entendida como un conjunto de manifestaciones artísticas debería pensarse en relación con el tiempo: cada año, cuando vuelve la primavera, salimos a la calle en busca del libro adecuado, de la rosa más olorosa. No nos imaginamos un ciberespacio imposible descargándonos "bytes" o "criptoflores". ¿Por qué no? Porque sin la experiencia vivida desde todos los sentidos no somos capaces de reconocer que una obra es una obra, que un libro es un libro. Por muy humanizados que sean, los mejores robots no tienen capacidad, como decía Proust, de aceptar que: 

Una hora no es solo una hora, es un vaso lleno de perfumes, de sonidos, de proyectos y de climas. Lo que llamamos la realidad es cierta relación entre esas sensaciones y esos recuerdos que nos circundan simultáneamente, relación que suprime una simple visión cinematográfica, –la cual se aleja así de lo verdadero cuanto más pretende aferrarse a ello–, relación única que el escritor debe encontrar para encadenar para siempre en su frase los dos términos diferentes. Se puede hacer que se sucedan indefinidamente en una descripción los objetos que figuraban en el lugar descrito, pero la verdad solo empezará en el momento en el que el escritor tome dos objetos diferentes, establezca su relación, análoga en el mundo del arte a la que es la relación única de la ley causal en el mundo de la ciencia, y los encierre en los anillos necesarios de un bello estilo [...] Puede que la relación sea poco interesante, mediocres los objetos, malo el estilo, pero mientras no hay esto, no hay nada.  

El tiempo recobrado, M. Proust
Trad. Carlota Tognetti
Greenbooks ed. 

La perspectiva del tiempo en la obra de arte

Es sabido que David Hockney no tiene miedo a la tecnología ni al arte digital. Pero Hockney quizás recordaba la lección de Proust cuando opinó recientemente sobre sus obras de arte NFT, especialmente la del artista Beeple, que vendió su obra por un valor de 69 millones el pasado mes. 

"I saw the pictures, but I mean it just looked like silly little things", dijo Hockney sobre Everydays - The First 5000 Days. "I couldn't make out what it was, actually", concluyó. 

Hockney, como quizás alguno de nosotros, se interroga sobre la durabilidad de los ordenadores y la de la misma nube. Si no hay un referente inscrito en el tiempo, ¿la obra puede ser realmente una obra? No puede ser que sea simplemente una lista de datos encriptados en forma de números y códigos. ¿Por qué dedicamos tanto dinero a la conservación y a la restauración de las obras de arte? ¿Por qué nos atrevemos, incluso, a trasladarlas de país para ocuparnos de su desgaste? ¿Qué hacen las momias en los museos del mundo? ¿Y las monedas gastadas hasta la transparencia? ¿Por qué hay tantas medidas para proteger a "La Gioconda" de la luz, del polvo, de las diferencias de temperatura –quizás también del virus–, encerrada bajo infinitas capas de metacrilato a prueba de bomba en el museo del Louvre? Hace un año que podemos contemplarla día y noche en la página web del museo, pero ¿apostamos a que las primeras colas que se formarán cuando se levante el confinamiento mundial será para ir a "verla"? Todo esto sucede porque no podemos perdernos la aventura de nuestra relación con el tiempo, con las sensaciones, con la vibración corporal que será para todos nosotros la vida vivida a través de los sentidos. 

Espero que el Sant Jordi de este año no nos prive de experiencias banales, pero que no se pueden digitalizar para la posteridad imposible: tocar libros, pasear, cansarse, esperar, dudar, desear al ser querido y, con él, cuando termine el día como Peleas "saliendo del túnel y reencontrando la vida, el olor de las rosas" (R. Bathes, Fragmento de un discurso amoroso. Trad. E. Molina. Siglo XXI editores)

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